Masacre del 2001: tres personas asesinadas en Entre Ríos
Romina Iturain, 15 años
“Andrea, mirá que enseguida te vamos a buscar con papá. Hacemos unos trámites y después me quedo en tu casa”, le dijo Romina Iturain, que tenía 15 años, a su prima. Romina le iba a contar cómo fue su primera salida a un boliche, la que había ocurrido cinco días antes. La casa de la prima estaba a varias cuadras del supermercado Wal Mart, por eso no se preocuparon cuando después de dormir una siesta y mientras tomaban unos mates, miraban a la gente que venía corriendo hacia donde ellas estaban. “Entren rápido a la casa, que la policía tira para todos lados”, gritó desde adentro el hermano de Andrea, otro de los primos de Romina. Cuando estaban ingresando, se vio un chispazo sobre la mesa del living. Romina cayó al suelo y quedó tirada debajo de un espejo. “¿Te dieron?”, le preguntó Andrea desesperada. Romina la observaba con una mirada fija, con los ojos desorbitados como pidiéndole auxilio. Pero no le contestó. Ya no podía emitir ningún sonido. A su padre le avisaron por teléfono de que su hija estaba grave. Cuando llegó al hospital ya era tarde. Pocas horas antes, Romina le había dado un beso y habían quedado en que la iba a buscar a la tardecita. Lea el relato completo publicado en el libro “El día del Juicio” para que Romina no quede en el olvido.
19.12.2011 | 19:27
-Andrea, mirá que enseguida te vamos a buscar con papá. Hacemos unos trámites y después me quedo en tu casa. Tengo muchas cosas que contarte...-
Romina Iturain llamó a su prima a las 10.20 de ese jueves. “Voy a llevarle este regalo, en agradecimiento por lo que me ayudó en la escuela”, le dijo a su padre, Mario Iturain, empleado de la Municipalidad de Paraná, siempre conocido por ser quien mantenía con sumo cuidado el reloj del frente del edificio comunal. La ayuda de Andrea había sido clave para que Romina pudiera sacar adelante una materia que siempre la aterrorizó: Matemáticas. Pero aprobó y pasó a tercer año de la Escuela Número 91 La Baxada de Paraná. Romina también quería contarle su experiencia de ir a bailar a un boliche. El sábado anterior la habían dejado salir por primera vez, con sus juveniles quince años, y soñaba con volver.
Se puso un vaquero, zapatillas y se ató el pelo con una gomita amarilla. Ir a lo de su prima era lo más parecido a un día de campo para ella. La humilde casa, en la zona de Bajada Grande -un lugar con sectores muy pobres-, está rodeada de un maizal y una pradera donde, por lo general, siempre se encuentran algunas ovejas. Ir a ver a sus ocho primos siempre fue un lindo motivo. Buscaron a Andrea, acompañaron a Mario a realizar algunos mandados y pasado el mediodía retornaron a la casa de la prima, ubicada a unos seiscientos metros del inmenso local de Wal Mart. El clima estaba un poco denso en la zona, pero ellos se sentían tranquilos por la distancia con el hipermercado de origen norteamericano, que había cerrado sus puertas y desplegado su ejército privado de seguridad. Muchos custodios estaban ubicados en los techos, provistos de armas largas.
El almuerzo se extendió por unos pocos minutos. “Yo me voy a dormir un rato”, dijo Romina. Andrea se puso a limpiar la cocina y después se puso a mirar televisión. Al finalizar la siesta, lo primero que hicieron fue preparar el mate. Cargaron el agua en el termo y salieron a caminar por el terreno de la casa. Romina no aguantaba más las ganas de comenzar a contarle a su prima todo sobre su salida nocturna y mostrarle los nuevos poemas de amor que había escrito. No alcanzaron a acomodarse porque se sorprendieron cuando escucharon algunos gritos de unos muchachones, que provenían de la calle. “Estalló el problema en el supermercado”, dijo Andrea, cuando oyó los primeros tiros. Romina la miró azorada; casi no estaba enterada de lo que ocurría porque, por lo general, andaba con el walkman puesto, escuchando su música preferida.
Nadie tomó conciencia de que en las inmediaciones había una verdadera batalla campal. En la zona estaban desplegados más de cien efectivos de diversas comisarías, el Comando Radioeléctrico, el Grupo de Operaciones Especiales, la Policía Montada e Investigaciones. Era el operativo de mayor magnitud desarrollado en una sector de Paraná y se le sumaba la seguridad privada de Wal Mart, conformada por un total de diecisiete personas pertenecientes a la empresa Segu Car.
Los vecinos del barrio esperaban respuestas desde las siete de la mañana de parte de los gerentes del supermercado. Apenas se podían ubicar a cien metros del cerco perimetral que tiene el predio, que se encuentra a unos doscientos metros de la planta cubierta. Las respuestas nunca llegaron. Cerca de las 15.30 alguien dio la orden de reprimir. Comenzaron los tiros desde los techos de Wal Mart -donde había personal policial y de seguridad privada-, pero también disparaban los efectivos que se desplegaron en las adyacencias. Hubo quienes trataron de hacerles frente, arrojando piedras, pero la mayoría comenzó a correr en forma alocada, tratando de sobrevivir a la fuerte embestida. Andrea alcanzó a ver que las primeras que llegaron desesperadamente hasta la zona de su casa fueron unas veinte mujeres. A los pocos segundos, también se sumaron algunos jóvenes.
La Policía los había cercado de tal manera, con patrulleros, móviles y caballos, que prácticamente no les dejó salida. Los uniformados no paraban de disparar, pese al pedido de los vecinos. Era un infierno. Las balas -muchas de ellas provistas por los directivos del supermercado, como apoyo a la causa- pasaban silbando por cada una de sus casas y cabezas.
La gente empezó a ingresar por todas partes al predio de los Iturain. La gran mayoría se arrojaba al maizal, tratando de salvar su vida. “¡Entren rápido a la casa, que la Policía tira para todos lados!”, gritó Carlos, hermano de Andrea, quien se estaba bañando cuando escuchó los primeros balazos y salió rápido a ver qué sucedía. Intentó en vano pedirle a la gente que no se escondiera en los maizales o a los efectivos que dejaran de disparar.
“Vamos para adentro, Romina”, le dijo Andrea. Alcanzó a ver un chispazo sobre la mesa colorada, pero no le dio demasiada importancia. Ingresaron raudamente al living y se sorprendió con las gotas de sangre que vio. Todo fue en una ráfaga de segundos. Romina, que iba delante de ella, se cayó al suelo y quedó debajo de un espejo.
-¿Te dieron?- le preguntó Andrea desesperada.
Romina alcanzó a mirarla fijo, con los ojos desorbitados, como pidiéndole auxilio, pero no le contestó. Ya no podía emitir sonido. Andrea vio que le salía demasiada sangre. Allí entró en razón de que una bala la había herido gravemente. El proyectil, de una pistola calibre 9 milímetros, le atravesó el pulmón y quedó incrustado en el ladrillo hueco de la vivienda, según se pudo determinar minutos después. La joven empezó a pedir ayuda a los gritos. Carlos fue el primero que llegó para asistirla. Tomó a Romina con los brazos, para levantarla, y le ordenó a su hermana que llamara a una ambulancia. El teléfono daba siempre ocupado. No esperó más y salió alterado, tratando de encontrar algún vehículo que pudiera llevarla hasta el Hospital San Martín.
Con los únicos que se encontró fue con unos policías. “Ayúdenme, por favor; mi prima ya no respira. ¿Nadie de ustedes sabe primeros auxilios?”, alcanzó a preguntarles, casi como un ruego. Uno de ellos se apiadó de la situación. Se puso unos guantes descartables, le tocó el cuello para ver si tenía pulso y le dijo: “Calmate, flaco, que ya viene la ambulancia”. Carlos no sabía qué hacer ante la situación. Suavemente, puso a Romina sobre el asfalto. A la joven no le dejaba de salir sangre por la boca y la nariz. A los pocos minutos llegó la ambulancia; su hermana se había podido comunicar. El policía ayudó a cargar a la chica. Cuando llegaron al hospital se encargó de bajarla y la dejó en la camilla de una salita. Romina no llegó viva: la bala de la muerte había provocado demasiadas heridas y derivó en una hemorragia.
A su padre le avisaron por teléfono que la chica estaba grave. Cuando llegó al hospital se encontró con la infausta noticia. Mario no encontraba consuelo. Pocas horas antes, su hija le había estampado un beso y quedaron en que la iba a buscar a la tardecita. Iturain sacó fuerzas de algún lugar, buscó un teléfono y se comunicó con su ex esposa, en Buenos Aires, para contarle lo ocurrido. La madre de Romina ya había escuchado la noticia por la televisión. Paraná, con sus dos muertes trágicas -específicamente la de dos pequeñas-, ya era una de las ciudades del interior del país con mayor número de víctimas como consecuencia de los hechos del 20 de diciembre.
Los primeros que reaccionaron fueron los dirigentes y militantes de ATE-Entre Ríos. La desazón por las muertes era muy fuerte. “Tenemos que hacer alguna acción frente a la Casa de Gobierno; no se la pueden llevar de arriba así nomás”, coincidieron en señalar algunos de los integrantes de la cúpula, liderada por Edgardo Massarotti, y salieron desde la sede gremial de calle Colón hasta el edificio gubernamental. La determinación provocó rupturas entre los propios gremialistas. “Ustedes están locos; no cuenten con nosotros”, les dijeron algunos. La columna de ATE, de no más de doscientas personas, llegó hasta la puerta de la Casa Gris. Desde algunos vehículos bajaron cubiertas, las encendieron y se lanzó una bomba molotov. La puerta comenzó a arder intensamente. Del lado de adentro del edificio había no menos de cien policías formados. Ninguno hizo nada para apagar el incendio.
Recién comenzaron a movilizarse cuando pasaron por el lugar el fiscal de Estado, Sergio Avero, y el entonces asesor de Montiel, Miguel Rettore. Avero quedó pálido. Los intentos fueron en vano: la mayoría de los extinguidores no funcionaban. La puerta se quemó, fundamentalmente, por la apatía de policías y bomberos, que recién trataron de sofocar el fuego cuando el daño era irreversible.
La guardia de Infantería llegó al lugar y comenzó a dispersar a los manifestantes con balas de goma y gases lacrimógenos. La corrida fue la respuesta. Muchos terminaron escondiéndose en la Parroquia San Miguel, pese a los reclamos de los curas, que les pedían que abandonaran de inmediato el lugar. Otros, se guarecieron en el Automóvil Club Argentino o en determinados lugares de la plaza Alvear.
Que Romina Iturain había sido muerta por los manifestantes y no por los hombres de la fuerza, fue lo primero que señaló la Policía. Más de un funcionario abonó incluso esa versión, tal como ocurrió con el fiscal Avero quien, sin necesidad alguna, comentó en algunos medios que el proyectil podía ser de un calibre 38.
La bala asesina fue una de las primeras cuestiones que la jueza Susana Medina de Rizzo aclaró, porque delante de ella, el mismo día de la muerte de la pequeña, un oficial de la fuerza encontró el proyectil 9 milímetros incrustado en un ladrillo hueco de la casa de los Iturain. Pero cuando pidió la investigación de las armas, le enviaron un detalle de más de cien pistolas que habían participado en el operativo y la pericia resultó imposible. Incluso, no se tuvieron en cuenta las armas sacadas del Servicio Penitenciario de Entre Ríos y utilizadas en la represión, tal como lo denunciaron, al poco tiempo, ex guardiacárceles dejados en disponibilidad.
El 14 de enero de 2002, el jefe de Policía, Victoriano Ojeda, recibió una carta de directivos de Wal Mart. En la misiva –que estaba dirigida al comisario general Jorge Cabrera- se agradecía “la diligente e idónea tarea” desarrollada en inmediaciones del hipermercado, “evitando poner en riesgo la vida del cliente y empleado de la compañía”. Tal información fue publicada en el libro 9 milímetros, de Lucas Carrasco, Paola Calabreta y Malala Haimovich, sobre los hechos de diciembre.
Fragmento del libro "El día del juicio" | Autor: Daniel Enz
Romina Iturain llamó a su prima a las 10.20 de ese jueves. “Voy a llevarle este regalo, en agradecimiento por lo que me ayudó en la escuela”, le dijo a su padre, Mario Iturain, empleado de la Municipalidad de Paraná, siempre conocido por ser quien mantenía con sumo cuidado el reloj del frente del edificio comunal. La ayuda de Andrea había sido clave para que Romina pudiera sacar adelante una materia que siempre la aterrorizó: Matemáticas. Pero aprobó y pasó a tercer año de la Escuela Número 91 La Baxada de Paraná. Romina también quería contarle su experiencia de ir a bailar a un boliche. El sábado anterior la habían dejado salir por primera vez, con sus juveniles quince años, y soñaba con volver.
Se puso un vaquero, zapatillas y se ató el pelo con una gomita amarilla. Ir a lo de su prima era lo más parecido a un día de campo para ella. La humilde casa, en la zona de Bajada Grande -un lugar con sectores muy pobres-, está rodeada de un maizal y una pradera donde, por lo general, siempre se encuentran algunas ovejas. Ir a ver a sus ocho primos siempre fue un lindo motivo. Buscaron a Andrea, acompañaron a Mario a realizar algunos mandados y pasado el mediodía retornaron a la casa de la prima, ubicada a unos seiscientos metros del inmenso local de Wal Mart. El clima estaba un poco denso en la zona, pero ellos se sentían tranquilos por la distancia con el hipermercado de origen norteamericano, que había cerrado sus puertas y desplegado su ejército privado de seguridad. Muchos custodios estaban ubicados en los techos, provistos de armas largas.
El almuerzo se extendió por unos pocos minutos. “Yo me voy a dormir un rato”, dijo Romina. Andrea se puso a limpiar la cocina y después se puso a mirar televisión. Al finalizar la siesta, lo primero que hicieron fue preparar el mate. Cargaron el agua en el termo y salieron a caminar por el terreno de la casa. Romina no aguantaba más las ganas de comenzar a contarle a su prima todo sobre su salida nocturna y mostrarle los nuevos poemas de amor que había escrito. No alcanzaron a acomodarse porque se sorprendieron cuando escucharon algunos gritos de unos muchachones, que provenían de la calle. “Estalló el problema en el supermercado”, dijo Andrea, cuando oyó los primeros tiros. Romina la miró azorada; casi no estaba enterada de lo que ocurría porque, por lo general, andaba con el walkman puesto, escuchando su música preferida.
Nadie tomó conciencia de que en las inmediaciones había una verdadera batalla campal. En la zona estaban desplegados más de cien efectivos de diversas comisarías, el Comando Radioeléctrico, el Grupo de Operaciones Especiales, la Policía Montada e Investigaciones. Era el operativo de mayor magnitud desarrollado en una sector de Paraná y se le sumaba la seguridad privada de Wal Mart, conformada por un total de diecisiete personas pertenecientes a la empresa Segu Car.
Los vecinos del barrio esperaban respuestas desde las siete de la mañana de parte de los gerentes del supermercado. Apenas se podían ubicar a cien metros del cerco perimetral que tiene el predio, que se encuentra a unos doscientos metros de la planta cubierta. Las respuestas nunca llegaron. Cerca de las 15.30 alguien dio la orden de reprimir. Comenzaron los tiros desde los techos de Wal Mart -donde había personal policial y de seguridad privada-, pero también disparaban los efectivos que se desplegaron en las adyacencias. Hubo quienes trataron de hacerles frente, arrojando piedras, pero la mayoría comenzó a correr en forma alocada, tratando de sobrevivir a la fuerte embestida. Andrea alcanzó a ver que las primeras que llegaron desesperadamente hasta la zona de su casa fueron unas veinte mujeres. A los pocos segundos, también se sumaron algunos jóvenes.
La Policía los había cercado de tal manera, con patrulleros, móviles y caballos, que prácticamente no les dejó salida. Los uniformados no paraban de disparar, pese al pedido de los vecinos. Era un infierno. Las balas -muchas de ellas provistas por los directivos del supermercado, como apoyo a la causa- pasaban silbando por cada una de sus casas y cabezas.
La gente empezó a ingresar por todas partes al predio de los Iturain. La gran mayoría se arrojaba al maizal, tratando de salvar su vida. “¡Entren rápido a la casa, que la Policía tira para todos lados!”, gritó Carlos, hermano de Andrea, quien se estaba bañando cuando escuchó los primeros balazos y salió rápido a ver qué sucedía. Intentó en vano pedirle a la gente que no se escondiera en los maizales o a los efectivos que dejaran de disparar.
“Vamos para adentro, Romina”, le dijo Andrea. Alcanzó a ver un chispazo sobre la mesa colorada, pero no le dio demasiada importancia. Ingresaron raudamente al living y se sorprendió con las gotas de sangre que vio. Todo fue en una ráfaga de segundos. Romina, que iba delante de ella, se cayó al suelo y quedó debajo de un espejo.
-¿Te dieron?- le preguntó Andrea desesperada.
Romina alcanzó a mirarla fijo, con los ojos desorbitados, como pidiéndole auxilio, pero no le contestó. Ya no podía emitir sonido. Andrea vio que le salía demasiada sangre. Allí entró en razón de que una bala la había herido gravemente. El proyectil, de una pistola calibre 9 milímetros, le atravesó el pulmón y quedó incrustado en el ladrillo hueco de la vivienda, según se pudo determinar minutos después. La joven empezó a pedir ayuda a los gritos. Carlos fue el primero que llegó para asistirla. Tomó a Romina con los brazos, para levantarla, y le ordenó a su hermana que llamara a una ambulancia. El teléfono daba siempre ocupado. No esperó más y salió alterado, tratando de encontrar algún vehículo que pudiera llevarla hasta el Hospital San Martín.
Con los únicos que se encontró fue con unos policías. “Ayúdenme, por favor; mi prima ya no respira. ¿Nadie de ustedes sabe primeros auxilios?”, alcanzó a preguntarles, casi como un ruego. Uno de ellos se apiadó de la situación. Se puso unos guantes descartables, le tocó el cuello para ver si tenía pulso y le dijo: “Calmate, flaco, que ya viene la ambulancia”. Carlos no sabía qué hacer ante la situación. Suavemente, puso a Romina sobre el asfalto. A la joven no le dejaba de salir sangre por la boca y la nariz. A los pocos minutos llegó la ambulancia; su hermana se había podido comunicar. El policía ayudó a cargar a la chica. Cuando llegaron al hospital se encargó de bajarla y la dejó en la camilla de una salita. Romina no llegó viva: la bala de la muerte había provocado demasiadas heridas y derivó en una hemorragia.
A su padre le avisaron por teléfono que la chica estaba grave. Cuando llegó al hospital se encontró con la infausta noticia. Mario no encontraba consuelo. Pocas horas antes, su hija le había estampado un beso y quedaron en que la iba a buscar a la tardecita. Iturain sacó fuerzas de algún lugar, buscó un teléfono y se comunicó con su ex esposa, en Buenos Aires, para contarle lo ocurrido. La madre de Romina ya había escuchado la noticia por la televisión. Paraná, con sus dos muertes trágicas -específicamente la de dos pequeñas-, ya era una de las ciudades del interior del país con mayor número de víctimas como consecuencia de los hechos del 20 de diciembre.
Los primeros que reaccionaron fueron los dirigentes y militantes de ATE-Entre Ríos. La desazón por las muertes era muy fuerte. “Tenemos que hacer alguna acción frente a la Casa de Gobierno; no se la pueden llevar de arriba así nomás”, coincidieron en señalar algunos de los integrantes de la cúpula, liderada por Edgardo Massarotti, y salieron desde la sede gremial de calle Colón hasta el edificio gubernamental. La determinación provocó rupturas entre los propios gremialistas. “Ustedes están locos; no cuenten con nosotros”, les dijeron algunos. La columna de ATE, de no más de doscientas personas, llegó hasta la puerta de la Casa Gris. Desde algunos vehículos bajaron cubiertas, las encendieron y se lanzó una bomba molotov. La puerta comenzó a arder intensamente. Del lado de adentro del edificio había no menos de cien policías formados. Ninguno hizo nada para apagar el incendio.
Recién comenzaron a movilizarse cuando pasaron por el lugar el fiscal de Estado, Sergio Avero, y el entonces asesor de Montiel, Miguel Rettore. Avero quedó pálido. Los intentos fueron en vano: la mayoría de los extinguidores no funcionaban. La puerta se quemó, fundamentalmente, por la apatía de policías y bomberos, que recién trataron de sofocar el fuego cuando el daño era irreversible.
La guardia de Infantería llegó al lugar y comenzó a dispersar a los manifestantes con balas de goma y gases lacrimógenos. La corrida fue la respuesta. Muchos terminaron escondiéndose en la Parroquia San Miguel, pese a los reclamos de los curas, que les pedían que abandonaran de inmediato el lugar. Otros, se guarecieron en el Automóvil Club Argentino o en determinados lugares de la plaza Alvear.
Que Romina Iturain había sido muerta por los manifestantes y no por los hombres de la fuerza, fue lo primero que señaló la Policía. Más de un funcionario abonó incluso esa versión, tal como ocurrió con el fiscal Avero quien, sin necesidad alguna, comentó en algunos medios que el proyectil podía ser de un calibre 38.
La bala asesina fue una de las primeras cuestiones que la jueza Susana Medina de Rizzo aclaró, porque delante de ella, el mismo día de la muerte de la pequeña, un oficial de la fuerza encontró el proyectil 9 milímetros incrustado en un ladrillo hueco de la casa de los Iturain. Pero cuando pidió la investigación de las armas, le enviaron un detalle de más de cien pistolas que habían participado en el operativo y la pericia resultó imposible. Incluso, no se tuvieron en cuenta las armas sacadas del Servicio Penitenciario de Entre Ríos y utilizadas en la represión, tal como lo denunciaron, al poco tiempo, ex guardiacárceles dejados en disponibilidad.
El 14 de enero de 2002, el jefe de Policía, Victoriano Ojeda, recibió una carta de directivos de Wal Mart. En la misiva –que estaba dirigida al comisario general Jorge Cabrera- se agradecía “la diligente e idónea tarea” desarrollada en inmediaciones del hipermercado, “evitando poner en riesgo la vida del cliente y empleado de la compañía”. Tal información fue publicada en el libro 9 milímetros, de Lucas Carrasco, Paola Calabreta y Malala Haimovich, sobre los hechos de diciembre.
Fragmento del libro "El día del juicio" | Autor: Daniel Enz