Masacre del 2001: tres personas asesinadas en Entre Ríos

Rosa Eloísa Paniagua, 13 años

“Dejá de tirar, hijo de puta, no ves que le pegaste en la cabeza a mi hermana!”, le gritaba Jésica al policía que se había bajado del Duna blanco y disparaba su arma reglamentaria. Rosa Eloísa Paniagua tenía trece años y estaba tirada en el piso boca abajo con un disparo que le había entrado por la nuca y salido por la boca. Minutos después, ya estaba muerta. Para su funeral le pusieron un vaquero nuevo que su papá le había podido regalar unos días antes y que nunca usó mientras estaba viva. Rosa y su familia eran pobres. Ese día había escuchado en la radio que un supermercado iba a entregar comida y entonces fue con Jésica, una hermana mayor, y otro de sus hermanitos. Antes de llegar al supermercado decidieron volver porque la gente regresaba con las manos vacías. Nadie entregaba nada. Sin embargo, la policía los persiguió. Del Fiat blanco, bajó su único ocupante. El uniformado estiró su brazo derecho, lo sostuvo con el izquierdo y comenzó a apretar el gatillo. Eloísa dio algunas volteretas, se precipitó de boca y no se movió más. Lea el relato completo para que Rosa no quede en el olvido. 
19.12.2023 | 08:46
El golpeado barrio Maccarone estaba de luto. Ese viernes 21 de diciembre, a las tres y media de la madrugada, el joven padre recibió el cuerpo de su niña y casi se descompuso de dolor. Como consecuencia de la bala calibre 9 milímetros que le atravesó la cabeza y por la autopsia realizada en la morgue de Oro Verde, el rostro de la chica estaba morado. “Traumatismo de cráneo encefálico”, fueron las frías palabras escritas por uno de los médicos. “Un proyectil de arma de fuego, que labró en el cerebro un túnel amplio con desgarros del tejido noble cerebral, acompañado de fracturas de huesos del cráneo”, fue el resultado de la locura y la irracionalidad de un hombre de la fuerza policial entrerriana.

Eloísa Paniagua había cumplido trece años hacía poco más de cinco meses. Su pequeño cuerpo tenía aún las manchas de sangre en el vaquero gastado y en la remera blanca de hilo. Entre sollozos y preguntas sin respuesta, la chica fue llevada hasta su pequeña casa, casi pegada a la barranca, en el conocido barrio paranaense donde a diario conviven la marginalidad, el hambre, el dolor y el desempleo. El olor a muerte impregnó de nuevo las paredes de la vivienda. Dos años antes se había ido la madre de Eloísa, como consecuencia de un cáncer, y la pequeña se hizo cargo de sus cinco hermanitos, de entre tres y cinco años. Su padre miró al cielo como pidiendo compasión y buscó desesperado algunos ojos cómplices, que esta vez no pudo encontrar. No fue como antes, cuando las lágrimas de Eloísa le dieron la fuerza suficiente para sepultar a su joven mujer, Rosa Valenzuela, y seguir adelante.

La ciudad estaba conmocionada por lo ocurrido. La adolescente del barrio Maccarone no era la única víctima. También había muerto Romina Iturain, de quince años, quien fue alcanzada por una bala perdida en la zona de Wal Mart. Allí la Policía reprimió duramente los intentos de saqueo, que se repitieron en buena parte de los supermercados de Paraná y la provincia.

Eloísa estaba en el féretro con su vaquero nuevo. Se lo había regalado su padre luego de ver las notas de la escuela. Hasta tenía un diez en Formación Etica y Ciudadana. La chica nunca pudo disfrutar ese jean; lo iba a estrenar en Navidad y sólo alcanzó a probárselo un día antes de morir.

El desfile de amigos era incesante en el barrio. Nadie podía creer lo que había ocurrido. La pequeña era un ejemplo para todos. No sólo cuidaba a sus hermanos desde que se levantaban hasta que se acostaban, sino que, además, se hacía tiempo para ayudar al padre Alejandro en la parroquia, donde servía la leche a cada uno de los chicos que concurren a diario. A la misma hora en que la estaban velando, los representantes del poder –los mismos que felicitaron a la Policía por su accionar represivo contra los saqueadores- salieron raudamente, triunfantes, de la Casa del Partido de la Unión Cívica Radical. Tomados del brazo, avanzaron desafiantes en una marcha a pie. Estaban a no más de diez cuadras del dolor de los Paniagua.

“Vayamos todos juntos”, ordenó el gobernador Sergio Montiel al caer la tarde del 21 de diciembre, después de dar una conferencia de prensa en la sede del Comité Provincial de la UCR. Allí fustigó con dureza a lo que siempre denominó “la guerrilla urbana” en la que, según su particular entender, se encontraban las jóvenes víctimas. El mandatario tomó del brazo a su esposa, Marta Jordán, y a su hijo, el también funcionario Víctor Alcides Montiel, y se puso al frente de una absurda manifestación, encabezada por ministros y colaboradores más cercanos, rumbo a la Casa de Gobierno. El grupo avanzó rodeado de policías de civil que se habían apostado en horas previas en las adyacencias de la sede radical. Montiel hizo la marcha -como dijo en la rueda de prensa- en “defensa de este partido, de este gobierno, esta democracia, estas instituciones”. Era la forma de repudiar la quema de la puerta de la Casa Gris -a manos de militantes de la Asociación de Trabajadores del Estado (ATE)- y de demostrar que su gestión aún estaba viva; que la caída del Presidente Fernando de la Rúa era un episodio que ni siquiera rozaba a la administración entrerriana.

La gente que circulaba a esa hora por la calle no podía entender lo que veía. Buena parte de la población estaba aún conmocionada por las dos muertes registradas horas antes, por los saqueos y por la violencia irracional de varios de los hombres de la Policía de Entre Ríos. Y esa demostración de poder de parte de Montiel y sus allegados era lo más parecido a una burla insensata. “¿Nadie les avisó que hay dos chicas muertas?”, se preguntaban algunos, y no faltó quien llegó a demostrar a los gritos la bronca que provocaba la actitud. Muchos rostros de los personajes que ocupaban la primera línea oficialista estaban inconmovibles; otros, no podían dejar de esbozar una sonrisa burlona por la situación. Pero nada importaba. Lo más significativo era mostrar “un gobierno unido”, en medio del caos y el sufrimiento de demasiada gente humilde que aún seguía esperando decisiones burocráticas para poder darle de comer a sus hijos.


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Eloísa tenía otra actividad esa semana, pero prefirió no cumplirla: debía viajar a Buenos Aires con un grupo de la parroquia del barrio y no fue porque no quería descuidar a sus hermanitos. Sus compañeros iban a regresar el jueves 20 a la noche. La chica se levantó temprano ese día y por un instante pensó en ellos, si llegarían bien del viaje. Fue dos veces a buscar a su hermana Jésica para convencerla de ir lo antes posible a la sucursal de Norte de calle San Juan. “¿Cómo querés que te diga que en el súper están dando comida?”, le insistió Eloísa, después de escuchar la información por una radio FM.
-Bueno, vamos, pero despacio- le advirtió Jésica, de dieciséis años y con un embarazo de siete meses.

La mayoría de la gente del barrio -hombres, mujeres y niños- había partido minutos antes hacia el supermercado que alguna vez perteneció a la familia Abud, pero que a fines de los noventa fue arrastrado por la tentadora oferta del grupo Exxel, liderado por el empresario Juan Navarro, que también se quedó con la cadena Los Hermanitos del ex gobernador Mario Moine (PJ).

En realidad, fueron más lento de lo previsto. No sólo por la panza de Jésica, sino porque se les coló Brian, de diez años, uno de los hermanitos de ambas. Junto con ellos siempre estuvo Lázaro Javier Valenzuela, tío de los tres. Ninguno llegó hasta el comercio, distante a no más de siete cuadras del barrio en que vivían. Cuando estaban a doscientos metros, se asustaron por los tiros que se escuchaban -provenientes de la guardia de Infantería de la Policía- y las corridas de los vecinos. Los habitantes del Maccarone que llegaron hasta las inmediaciones del supermercado fueron interceptados por personal de la Comisaría Octava. Concurrieron en dos oportunidades al lugar. La primera vez fue después de las ocho. En ese grupo estaba Julián Paniagua, padre de Eloísa.

-Están diciendo por radio que van a repartir comida a la gente más pobre, comisario- le dijo un vocero de los vecinos al jefe de la seccional, Edgardo Enrique Dreise.
-Está bien. Yo tengo la misma versión e incluso escuché que desde Acción Social van a distribuir bolsones, pero no sé dónde. Esperen que pregunte, se me quedan todos tranquilos por aquí y les traigo una respuesta.

Dreise se cruzó de vereda, ingresó al supermercado y dialogó por unos minutos con un gerente, de apellido Fernández. “No tengo ninguna directiva de entregar mercadería. Además, ante la situación, el local está cerrado y yo me voy a una reunión con los empresarios de Norte”, le indicó. La gente siguió el desarrollo de la charla porque los hombres se reflejaban en uno de los espejos del lugar. El comisario regresó con su mejor cara de circunstancia y explicó lo que había dicho el gerente. Varios putearon por la insensibilidad de la empresa y por la falta de respuestas desde el gobierno. “Estamos podridos de que nos tengan de forros, de aquí para allá”, se quejó un vecino.

-Me dicen que cerca de las diez y media van a entregar unos seiscientos bolsones de Acción Social. Vuelvan y esperen la información porque la van a pasar por radio- les insistió el comisario.

Fue a las once y media cuando los habitantes del Maccarone escucharon por una emisora local que había “un camión en calle San Juan, cerca de la feria, repartiendo alimentos”. Se reorganizaron y retornaron a la zona del supermercado Norte. Dreise los interceptó y les dijo que era “una falsa alarma”. Los insultos se volvieron a escuchar.

-Váyanse o empezamos a tirar- les advirtió el oficial.
-Pero queremos comida, nada más- le contestó uno de ellos.

Los vecinos dispusieron que todos se sacaran las remeras para que los policías comprobaran que ninguno llevaba armas en la cintura, pero el clima estaba cada vez más tenso. Era casi el mediodía y desde temprano escuchaban que en diferentes puntos de Paraná y la provincia se estaban organizando para repartir comida y aquietar el grave conflicto social suscitado en distintos lugares. Fue en ese marco que llegó un camión de Gendarmería Nacional, del que bajaron numerosos efectivos, con largos bastones. Enseguida pusieron en foco al grupo del Maccarone. Hombres, mujeres y niños comenzaron a correr desesperadamente, más cuando se sumaron los gases lacrimógenos arrojados por policías. Gendarmería actuó por pedido expreso del ministro de Gobierno, Enrique Carbó, al secretario de Seguridad de la Nación, Enrique Mathov, ante el desborde de la situación.

Con esa gente que huía se encontró Eloísa, en inmediaciones de la Feria de Salta y Nogoyá. “Las mujeres y los chicos, al Parque Berduc; los hombres, por calle Salta, Moreno y luego al barrio”, fueron las directivas. Se trataba de un método que usaban los vecinos cada vez que se producía una razzia. El objetivo era que los policías siguieran solamente a los hombres, pero un reducido grupo de efectivos de la Comisaría Octava optó también por ir tras los más débiles. Mujeres y niños habían ingresado corriendo al Parque Berduc por la puerta principal, para desde allí acceder rápidamente al Maccarone, ya que el predio no tiene cerco perimetral.

Cuando llegaron a la pista de atletismo del lugar observaron que llegaba un Fiat Duna color blanco, perteneciente a la Octava. Una sola persona iba adentro. El policía detuvo la marcha de su vehículo, se bajó y se acomodó para tirarle a la gente. La escena era patética: el uniformado estiró su brazo derecho, lo sostuvo con el izquierdo y comenzó a apretar el gatillo de su pistola reglamentaria 9 milímetros, como si estuviera en una práctica de tiro al blanco. Todos corrían de espaldas al policía, a unos quince metros de distancia. Había que llegar a la barranca, ubicada a no más de diez metros, y saltar para salir de la línea de fuego.

Eloísa dio algunas volteretas –consecuencia del impacto- se precipitó de boca y no se movió más. Se había retrasado un poco esperando a su hermano Brian. “Se cayó Eloísa, ayudala”, le gritó una vecina a Jésica. La joven tomó rápidamente al nene y lo dejó al borde de la barranca. El cuerpito de Eloísa quedó desparramado sobre la pista de atletismo, en proximidades al cajón de salto, donde más de una vez ella miraba embelesada a los pibes que a diario acuden a entrenar. Su tío Lázaro -que los había acompañado en el trayecto, ya que no siguió la estrategia de los hombres del barrio- fue el primero en llegar a socorrerla; de hecho, según su cálculo, la bala rozó su frente y luego hirió a Eloísa. Cuando la dio vuelta se encontró con el rostro ensangrentado de la niña. Le salía sangre de la parte superior de la cabeza y también por la boca. Fueron segundos de impotencia, desesperación, de no saber qué hacer.

A lo primero que atinó Jésica fue a gritarle al policía, porque después del disparo contra Eloísa efectuó otros más. “¡Dejá de tirar, hijo de puta, no ves que le pegaste en la cabeza a mi hermana!”, le dijo. El hombre siguió gatillando -por lo que Jésica tuvo que permanecer escondida, al borde de la barranca- y recién se detuvo cuando se dio cuenta de la situación. También paró porque se le acercó otro agente y el comisario Dreise, ambos armados con itakas. El desesperado grito de Jésica hizo que otro de sus tíos, Alejandro Retamal, acudiera a la escena. Fue el primero que le pidió al policía del Duna que trasladara a Eloísa al hospital.

-Ya llamé a la ambulancia- respondió el hombre, con una frialdad incomparable.
-Vos me vas a llevar, hijo de puta. ¿No te das cuenta de lo que le hiciste a la piba? ¿No ves que se está muriendo?- le señaló, en tono amenazante, a la vez que empezó a pegarle patadas al vehículo.

El cabo Silvio Martínez recién tomó conciencia de lo que había provocado cuando vio el cráneo destrozado de la niña, que ya prácticamente no se movía. Incluso, se bajó la visera de la gorra, como para que no lo reconocieran los familiares directos, que únicamente pensaban en ver cómo le salvaban la vida a la pequeña. El policía no tuvo margen: se subió al automóvil y llevó a Eloísa hasta el hospital San Roque, el mismo lugar en que la niña había nacido, en junio de 1988. Dreise se quedó en el Berduc, junto al cabo Jesús Nazareno Acosta. El y Martínez estaban de guardia desde las ocho de la mañana de ese día.
-¿Qué fue lo que pasó?- preguntó el oficial.
-Martínez me dijo que le rompieron el parabrisas del auto con una piedra que cayó desde la zona de las hamacas del Parque, desenfundó y se le escapó el tiro, que le pegó a una piba.

Acosta no ocultaba su nerviosismo por el frágil argumento en defensa de su amigo. Su rostro era la prueba más evidente. Estaba colorado y no dejaba de transpirar. Dreise regresó a la comisaría y llamó al hospital. Lo atendió una agente que estaba de guardia en el lugar. “La chica tiene lesiones graves, pero no puedo dar más información porque a mi alrededor están todos los de su familia. Y el clima contra la Policía es el peor; no quieren saber nada con nosotros”, le explicó por teléfono.

Apenas cortó la comunicación, Dreise observó que ingresaba el cabo Martínez, en el Fiat Duna. El suboficial se bajó del auto y fue directamente hacia la canilla del fondo de la repartición, donde se lavó la cara y las manos. Temblaba y estaba llorando.
-Venga Martínez... - le ordenó Dreise.

El cabo no podía levantar la cabeza de la culpa que tenía.
-¿Qué hizo?
-Jefe, se me escapó el tiro. Yo nunca pude haberle pegado a la chica; se me escapó el tiro.

Era lo único que reiteraba Martínez, entre sollozos, después de contar que alguien lo había agredido en el Berduc, aunque nunca lo vio. Dreise entendió que no era buen momento para hablar. “Vaya nomás, pero quédese por acá”, le dijo. El comisario llamó por teléfono al juez Ricardo González, quien le comunicó que por disposición del Superior Tribunal de Justicia (STJ) y por estar en vigencia el estado de sitio dispuesto por el gobierno nacional, los jueces de Instrucción habían entrado en emergencia. Y que la Octava estaba bajo la jurisdicción del juez Raúl Herzovich. A los pocos minutos llamó el magistrado y Dreise le informó sobre lo ocurrido en el Parque. “Secuestre las armas de los cabos”, le ordenó.

Eloísa falleció a las ocho de la noche del jueves 20 de diciembre.


Fragmento del libro "El día del juicio" | Autor: Daniel Enz 
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