27 de abril, seis meses del fallecimiento de Néstor Kirchner

El por qué de la cintita (o “Hasta siempre Néstor”)

Por Luciano Siegrist (*) Me desperté el miércoles 27 de octubre del año pasado a media mañana para atender a la censista. Claro, me había acostado tarde y pensé en “aprovechar” el feriado durmiendo un rato más, pero había que cumplir con un deber cívico y quería hacerlo. Prendí la tele y puse Crónica, que tenía una de esas placas rojas, pero muy amarillas, diciendo que Kirchner estaba muy grave. No le di importancia, ¿para qué?, si era Crónica.
27.04.2011 | 19:22
Seguramente era otra exageración más; seguramente a la tarde la iban a pasar en 6,7,8 intercalado con imágenes de Grondona o Morales Solá que, traicionados por su inconsciente, dejarían en evidencia su deseo de verlo muerto; seguramente, recordarían la vez en que lo operaron y un inquisidor fue, por las dudas nomás, a darle la extremaunción; seguramente mañana o pasado estaría otra vez ante un micrófono, con su seseo característico, refregándole a los Mitre y los Magnetto que hay pingüino para rato; seguramente…

Poco duró la incertidumbre, minutos después la placa roja se volvió negra y el texto cambió. Ya no estaba grave, Néstor Kirchner había fallecido.

De golpe me sentí mal. No sé bien por qué, pero tuve la necesidad de expresar de alguna manera ese escalofrío, ese nudo en la garganta, y opté por hacerlo de la forma que expresamos las cosas los que somos medio tímidos e introvertidos: puse una cintita negra en mi avatar del MSN y en mi perfil del Facebook.

Pasaron algunas horas, atendí a la censista, almorcé y me acosté para mirar cómo los medios cubrían un luto que, de alguna manera sentía como propio. Cuando me volví a acercar a la computadora encontré una catarata de preguntas sobre de mi cintita negra. ¿Por qué?, ¿Era para tanto?, ¿Hacía falta?, me interrogaron unos cuantos. Recién ahí me cuestioné a mi mismo, ¿Por qué me provocó ese dolor un tipo al que jamás conocí… ni voté?.

Nací el 9 de marzo de 1984, a solo tres meses de que asumiera un presidente electo después de una década. No lo sabía, pero al igual que yo la democracia estaba en pañales (hoy por hoy creo que ella tiene sus tiempos, y que recién está aprendiendo a gatear).

Casi no tengo recuerdos de la época de Alfonsín y todo lo que sé de las etapas previas lo aprendí de los libros. Recién puedo decir que tengo “uso de conciencia” a partir de los últimos años de los ’90. Era una época rara, una época en que todos me hacían creer que lo bueno, el modelo a imitar, estaba en algún lugar muy al norte. Todas las tardes, en TELEFE, miraba Los Cebollitas, y esos pichoncitos de actores expresaban agrado o aprobación diciendo “es re hollywoodense” o “es re grosso”. El mensaje era clarísimo: el espejo donde tenía que mirarme estaba en New York, Londres, París, Roma...

Fue una época en que las cosas tenían otro nombre: el saqueo se llamaba privatización y era necesario hacerlo; dejar gente en la calle se llamaba flexibilización laboral; hasta había algo que se llamaba convertibilidad y nunca supe muy bien qué era. Los pobres eran pobres porque querían serlo y los Derechos Humanos, algo que se estudiaba de memoria para la hora de Cívica, como el Preámbulo, como el Himno.

Pasó algo raro, de un día para el otro se fue todo a la mierda. En ese fin de año de locos hubo varios presidentes, y tampoco me acuerdo cual fue el que pasó el 31 en la Rosada. Mis viejos empezaron a cobrar el sueldo en bonos con la cara de Urquiza, e ir a Bariloche de viaje de egresados se había vuelto imposible (soy promo 2002). Aparecían cosas nuevas: piquetes, cacerolazos, ollas populares, clubes del trueque. Entre toda la confusión lo único claro era que algo no andaba bien.

Pasó otro año más, llegó de nuevo el momento de votar, y fue recién ahí cuando apareció Kirchner. Nadie sabía de dónde había salido, solo que venía del sur y era igualito a Tristán. Llegó al poder por abandono del otro y poco se esperaba de él, pero enseguida dio algunos signos. Solo unos días después, llegó a Entre Ríos y se llevó todos esos billetes con la cara de Urquiza a los que nunca pude acostumbrarme. Yo, en mi inocencia, por primera vez entendí que algunas cosas no eran como todos decían que tenían que ser. A veces, se podía cambiar algo solo con tomar una decisión y hacerlo.

El país fue resurgiendo. Por primera vez sentí que no había nacido en el culo del mundo y que no era necesario buscar el ejemplo en un país “más serio”, simplemente hacíamos “la nuestra”. Por primera vez escuché cosas como superávit fiscal, crecimiento, estabilidad, y dejé de escuchar otras como FMI, relaciones carnales y “riesgo país”, otro numerito que tampoco llegué a entender en su momento, pero por alguna razón se lo usaba para decir, de nuevo, qué tan “poco serios” éramos.

Ese pingüino (apodo despectivo por su condición de sureño que él adoptó con orgullo) se peleó con todos y, como decimos nosotros, se fue haciendo a los ponchazos. Puso en evidencia a lo peor de la Argentina, que muchas veces se disfrazaba con un uniforme o una sotana, y otras utilizaban la legitimidad que da una cámara de televisión. No era perfecto, ni mucho menos, pero demostró que no era igual a los otros.

Llegó el 2010 y yo, casi un periodista recibido, ya tenía un poquito más de idea de cómo era todo (poquito nomás). Tengo que decir que no fue por mérito mío sino porque el pingüino me la hizo fácil: ya no había una realidad tan compleja, todo se había resuelto entre los que querían seguir y los que querían volver. Si Clarín, La Nación, el campo, la iglesia, los milicos, Menem, Macri, etc, etc, etc, cierran filas contra alguien era porque ese alguien era distinto, otra cosa, y de seguro mejor.
Y ese hombre distinto murió el miércoles, en medio de una encarnizada pelea contra los cipayos de siempre, los enemigos del pueblo. Jamás llegué a votarlo pero estoy plenamente convencido que, en una democracia en pañales, era la opción más sana.

Muchos tal vez seguirán sin entender el por qué de la cintita, por qué esto me dolió tanto. No los voy a obligar a que piensen como yo, solo déjenme decirle que en algunos años lo van a extrañar, y ahí habrán entendido lo que pasó, seguro pero tarde.

Podría decir mil cosas más, pero prefiero cerrar acá. Hoy el país está de luto, sin embargo, hay que pasar el momento y demostrar que ese pingüino no era imprescindible, que se puede seguir. El “estilo K”, como lo llamaron alguna vez, algún día se acabará, pero deberá terminar el día en que aparezca un modelo mejor, superador, y no cuando tres o cuatro cipayos lo digan en una tapa de diario. Solo ahí podremos decir que esta democracia, que todavía gatea en pañales, se levantó y dio su primer pasito.

(*) Periodista.
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